Golpe de Agua

Blog autobiográfico, autónomo y automata.

10.14.2006




Mates dulces

Teresa detuvo el péndulo del reloj antes de las siete de la mañana. Cubrió las fotos de la sala con sábanas y paños que encontró en el tercer cajón de la cocina, al lado de la heladera. No me acuerdo bien de dónde salió esa manía de ocultar la cara del recién fallecido, de no verlo en papeles, la verdad, eso me parece un poco absurdo, pero cada cual enfrenta este momento como puede.
Una vez escuché decirle a un escritor cordobés, que casualmente fue mi profesor en la universidad, que en mis cuentos siempre los personajes se morían al final; acaso eso no le sucede a todos, digo, acaso no todos debemos morir al final. Odio la muerte, la odio porque le temo. Le temo porque la desconozco. Lo único que sé, con certeza, es que de allá nadie nuca volvió; con esa presentación para no odiarla.
Después de que Teresa tapó todas y cada una de las fotos de la casa, comenzaron a sobrevolar los buitres de los velorios: nueve viejas con un fuertísimo olor a crema Sapolán Ferrini llegaron desde toda la historia de la difunta para recorrer una y otra vez el cajón, rezar, anécdotas en blanco y negro, tomar té, café y repetir cien veces lo mismo “Ahora que el Señor se la llevó, va a estar mejor, no va sufrir más”. ¿Quién podía saber con seguridad eso? ¿Cómo todas esas voces roncas, quebradizas, podían pronunciar verdades tan absolutas? Ella estaba mejor ahora, muerta. No creo que nadie pueda estar mejor muerto que vivo, o darse el gusto de asegurarlo con tanta crema en la piel.
Cuando el festín de anécdotas y plegarias terminó, mejor dicho, cuando el dueño de la funeraria se acercó al hijo mayor de la difunta y le susurró “Es hora de llevarla, tenemos otro velorio a las 8”, Teresa (que hasta entonces se había negado a entrar a la sale donde las viejas rodeaban el cajón) comenzó a llorar desconsoladamente pidiendo que la dejen un ratito más con ella. Se acercó despacio, parecía que el tiempo se congelaba a cada paso que la ponía más cerca de su madre fría. Le besó la frente y dijo algo en su oído, después comenzó a llorar de nuevo, esta vez con más fuerza, con más angustia, se podía decir que ese llanto se escuchaba en cada sala velatoria de Córdoba, pero no puedo confirmarlo, no estuve ahí para oírlo.
La tarde pasó entre café y masitas secas, algún que otro ataque de llanto y dos llamadas sin contestar al teléfono de Teresa. Estaba completamente desbastada. Cuando llegó a su casa se desvistió e inmediatamente se metió en la cama, no pudo dormir durante las tres primeras horas hasta que un cóctel de Prozac, Valium y té de tilo le cerró los ojos lo suficiente para descansar a la fuerza.
A las cinco de la mañana Jorge, el esposo de Teresa, se levantó asustado de la cama. La muerta en cuestión le había hablado en un sueño, le pedía una grande de mozzarella, tres vasitos de Fernet con Coca y la estampilla de la Virgen María. Al borde de la cama, transpirado desde la calva hasta los juanetes, Jorge tanteó entre las sábanas a su mujer pero no encontró otra cosa que un lugar tibio y vacío, un ruido nacía en la cocina, subía las escaleras y se tropezaba de frente con el sistema nervioso de Jorge. El choque producía un salto inmediato y salir corriendo a encontrar el origen de tal sonido aterrador. Bajó los escalones de a poco, como los bajaría cualquier mortal a las cinco de la mañana en invierno, giró a la izquierda en el baño para caminar por el pasillo hasta encontrar la cocina y quedar petrificado.
Teresa había dormido, de muy poca gana, hasta las 4:45 de la mañana. Se despertó y para enfrentar el insomnio decidió bajar a tomar unos mates en la cocina, fue entonces cuando le atacó el llanto. Estaba arrodillada en el piso de la cocina cuando la vio su marido. En una mano sostenía la pava y en la otra un mate que no pasaba de las tres cebadas. Nunca volvería a tomarlo amargo, eso le recordaba a su madre y prefirió tapar sus fotos así.